El día que me enteré que estaba embarazada, ambas veces, fue de los más felices de mi vida. La sola idea de saber que había vida dentro de mí no dejó ni dejará nunca de maravillarme, ahora lo escribo e incluso se me escapa un suspiro.
La ilusión fue mi primera compañera, podía pasar noches en vela imaginando la cara de mi bebé cuando lo tuviera en mis brazos… y si me quedaba dormida, igualmente aparecía en mis sueños.
Enseguida se instalaron las ansias: de saber, de leer, de conocer, de preguntar y detallar y así me descubrí devorando toda la información que encontraba a mi paso y que era nueva para mí.
Luego llegó la impaciencia, esa que hacía que las semanas pasaran lento, que me hacía querer adelantar el calendario para siempre darme cuenta que no se podía y conformarme con la dulce espera.
Después me encontré en el espejo con la transformación: mis caderas, mi barriga, mis pechos y algunas veces mi humor se vieron totalmente alterados por mi nuevo estado.
La transformación dio paso a una mujer radiante, con pelo sedoso y sonrisa de par en par, feliz de vivir este estado que tanto había querido experimentar.
Cuando me sentía mejor llegó la incomodidad, el insomnio y muchas noches de acidez.
Todo pasó cuando llegó la euforia, la de sentir una patada, la de palpar que un cuerpo se estaba formando dentro de mí tan tangible como un hipo, una vuelta o un codo atravesado entre las costillas que antes de doler, emociona!
Mientras vivía esa euforia a veces también me visitaba el miedo, el miedo de desear tanto que todo este bien que a veces duele tan solo pensar que algo pueda pasar…
Y al final llegó la felicidad, la de tener a mi bebé en mis brazos, la de verlo, tocarlo, recorrerlo y quedarme horas extasiada siendo testigo de su presencia.
El embarazo es la entrada en la maternidad.
Durante 9 meses cambia nuestro cuerpo y después del parto cambiará nuestra vida. Es un camino de preparación, es un túnel que atravesamos para luego ver la luz, mejor dicho, para luego DAR a luz!
Entonces volví a sentir muchísima ilusión, ahora de poder contemplar a mi bebé, sentirlo y verlo crecer. Y de nuevo hubo noches en vela, esta vez amamantando, arrullándolo o intentando bajar alguna fiebre.
Sentí de nuevo ansias de saber, pero esta vez aprendí que mi instinto y mi voz eran importantes y las debía escuchar.
Entendí que ahora debía cultivar la paciencia y la tolerancia para sobrellevar esta nueva vida e igualmente con mi ejemplo enseñar a mis hijos a ser pacientes.
Más que mi cuerpo, esta vez se transformó mi universo y su centro de atención y me encontré responsable de otra vida y nunca una responsabilidad había sido tan importante y tan trascendente.
La emoción y la euforia permanecen y se renuevan cada día, ahora con risas y miradas con ojitos iluminados que me llenan el alma y me dejan embelezada.
El miedo sigue a veces allí, silente, porque este amor es tan grande que duele cada vez que el temor se asoma por la ventana.
Y la felicidad se hizo rutina, y es un ritual que se renueva con cada día de vida, con cada logro y cada avance de esta nueva yo que ahora es más importante porque alguien me llama Mamá.
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