Yo creo firmemente que a los bebés hay que hablarles. Que desde que están muy pequeños y parecen que no entienden nada igual hay que contarles, cantarles, describirles y narrarles lo que sucede a su alrededor. Sus pequeñas mentes se desarrollan gracias a esas palabras dulces de mamá.

Actualmente mis mañanas transcurren solo con Cristobal, muchas veces lentas y silenciosas en la tranquilidad de mi casa. Aprovecho sus siestas para trabajar y algun tiempo que se quede jugando en su cuarto o brincando en el jumperoo. Lo siento a mi lado con un área de juegos improvisada para que me acompañe mientras escribo o edito fotos. Le saco utensilios de cocina y los riego por el piso para tenerlo cerca mientras cocino… él y yo, yo y él todas las mañas, es mi dulce compañero, mi inseparable.

Y podría solo darle besos o cantarle alguna canción, decirle sobrenombres hablándole chiquito y limitarme al silencio por falta de conversación. Pero no es así. Mis mañanas con Cristobal están llenas de cuentos, descripciones y sencillas narraciones de lo que va pasando. Cuando le cambio el pañal, cuando lo baño, cuando le toca dormir. Yo le pongo palabras a sus gestos y le regalo verbos a sus movimientos. Ahora el lenguaje es mío para entregárselo a él mientras él crece y se va apoderando de cada palabra que logre descifrar, modular y decir. Primero con lengua enredada y poco a poco con más soltura y más vocabulario.

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Yo creo firmemente que a los bebés hay que hablarles como si entendieran, porque creo firmemente que entienden. Que muchas veces supeditamos su capacidad de entender a la que tienen  de verbalizar y ambas no se correlacionan. Que entienden antes de poder contestar, antes de poder responder, pero sus cabecitas son enormes por dentro y son unas esponjas listas para atrapar y absorber todo lo que decimos, sobre todos las palabras que decimos con amor.

Muchas veces me preguntan consejos para el momento de enseñarlos a dormir o el momento de enseñarlos a ir al baño y generalmente mi respuesta comienza con «explícale lo que pasa, explícale en palabras sencillas pero detalladamente lo que va a suceder». Y  yo he visto la magia de ver en sus ojos que entienden y logran asimilar las palabras aunque sus bocas no puedan pronunciar respuestas acordes en claridad o longitud de discurso.

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Hace un tiempo, cuando Eugenia aun no hablaba, escribí en este blog sobre ese momento en que nuestros hijos «hablan sin hablar» porque de alguna manera sin decir palabra nos hacen entender lo que quieren, lo que les gusta, lo que les molesta y lo que necesitan. Los primeros años de nuestros hijos, a las mamás (y papás) nos toca un papel de fieles observadores, acuciosos y siempre alertas porque tenemos la labor de descifrar el mundo de nuestros pequeños. Comenzamos adivinando o haciendo intentos gracias a nuestro instinto que no falla… y poco a poco vamos corroborando gracias a las manifestaciones que ellos nos dan: lágrimas, sonrisas, ojitos iluminados, manos batientes son signos que están allí para nosotros.

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Y si cada vez que descubrimos algo por ellos se lo explicamos o narramos con palabras sencillas les estamos regalando el lenguaje para luego poder expresarlo con palabras.

Por eso aunque a veces me sienta rara, y de afuera pueda parecer un poco loca, seguiré contándole nuestra vida a mi chiquitico aunque por ahora no pueda responderme, porque sé que me entiende más de lo que parece y muy pronto llegará el día que sí podrá contestarme.