Cada cierto tiempo una lección vuelve a mí. Ha sucedido ya varias veces y suele presentarse de la misma manera.

Amanece un día particularmente difícil y agotador, un día en el que todo pasa lento, en el que siempre vamos tarde, en el que abundan las quejas, el llanto y las pataletas. Un día en el que lo cotidiano es imposible y tareas como dar de comer a mis hijos o vestirlos se sienten esfuerzos titánicos. Son días en los que los Pirulingos contestan más de lo normal, arman dramas por todo y les cuesta compartir… días difíciles que se hacen eternos.

Pero sobre todo son días en los que mi paciencia suele agotarse antes de las 10 de la mañana, en los que alzar la voz resulta más fácil y casi nunca hay ganas de tumbarse en el piso a jugar.

Y entonces amanece el día siguiente y sólo con abrir los ojos el sol brilla más y los pirulingos se despiertan más fácil y se visten sin que los tenga que apurar y luego se comen su comida solos sin derramarla toda por el piso. Al día siguiente mis hijos se muestran más amables, más atentos, más obedientes. Son días en los que no hay tanto llanto y sí hay muchas risas y la paciencia alcanza hasta casi la hora de dormir e incluso hay tiempo de leer 2 cuentos con las voces y el histrionismo correspondiente.

Pero sobre todo son días en los que yo me desperté dispuesta, en los que no me siento apurada y preparo comidas favoritas para complacer a mis hijos.

Cada cierto tiempo una lección vuelve a mí y ha sucedido ya tantas veces que soy capaz de distinguirla cuando se aproxima. Es una lección que me ha enseñado que muchas veces lo único que diferencia esos 2 días es mi actitud y mis ganas. El peso sobre mi espalda.

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Me ha enseñado que mis hijos se toman sus tiempos y no resulta apurarlos pero siempre es mejor despertarme más temprano y preferiblemente haber dormido bien. Me ha enseñado que sus comportamientos los debo sortear yo y mi humor y disposición son fundamentales para hacer de la crianza una fiesta o un campo de batalla.

Les hablo de una lección por la que aprendí que muchas veces a esos días difíciles les sigue uno maravilloso porque por contraste y muchas veces por culpa yo decido despertar siendo una mejor versión de mí misma. Porque me doy cuenta que los apuré demasiado, que les hablé más duro, que no les canté la canción que me pidieron o que pasé la tarde en la computadora y no acudí a jugar con ellos cuando me lo pidieron.

He aprendido que en ambos días la actitud de mis hijos puede ser la misma, propia de su edad. Lo que resulta determinante para marcar el humor y el rumbo de cada día es lo que yo decido hacer con eso, lo que yo hago para aceptar o manejar sus conductas.

Gracias a esos días, a los malos que amanecen y los buenos que les siguen, he aprendido que la paciencia, la tolerancia y hacer la crianza como uno la quiere hacer es una decisión diaria, es constantemente preferir el camino que uno considera, el de no gritar, el de cultivar la paciencia, es de definir límites cuando se necesita, el de entender y explicar, el de tratarlos con cariño y no dejarte llevar por las dificultades. Significa incluso regañar y castigar cuando es necesario y no cuando yo estaba tan cansada y agobiada que sobredimensioné la situación.

Y estoy segura que eso no significará una racha interminable de días maravillosos de Pirulingos bien portados, pero entender esta lección me permite ver las cosas con un poco más de claridad, rescatar la perspectiva y balancear el peso sobre mi espalda para tratar de tener la mejor actitud para ellos…

Si yo marco la pauta, ellos saben seguirla y corresponder y en vez de vivir en guerra, vamos aprendiendo a librar sólo las batallas que realmente lo ameritan.

Pd: la primera vez que se me presentó esta lección, reflexiones sobre un día difícil y la maternidad en momentos de calma.